Siguiendo con los gestos y posturas que se adoptan
durante la misa, vamos a ocuparnos de dos gestos muy significativos: la
elevación de la hostia y el cáliz y las genuflexiones que el sacerdote realiza
durante la misa.
La
elevación es el gesto
simbólico propio del que ofrece alguna cosa. En la misa son tres las
elevaciones propiamente dichas:
* La de la hostia y el cáliz en el ofertorio, con la que el celebrante
presenta a Dios las oblatas del sacrificio. La hostia se eleva sobre la patena,
colocándola después sobre el corporal, al igual que el cáliz tras su elevación.
Este rito se introdujo en la misa en el siglo XIII, en relación con las dos
oraciones del ofertorio que la acompañan[1].
* Otra elevación es la que sigue inmediatamente a
la consagración del pan y del vino.
La primera, fue instituida a principios del siglo XIII en París por el obispo
Eudes de Sully, a causa de la disputa teológica provocada por el monje y
teólogo herético francés Berengario de Tours, que afirmaba que la presencia de
Cristo en las Sagradas especies era sólo simbólica, no real. La elevación del
cáliz le siguió poco tiempo después. Son elevaciones que no tienen carácter
simbólico, sino que sirven solamente para mostrar a los fieles las especies
consagradas, con el fin de excitar en ellos un acto de fe y de adoración.
* La que se encuentra al
final de la Plegaria Eucarística, en la doxología
final[2].
Es la más importante, y antiguamente era la única.
La doxología
final de la Plegaria eucarística la pronuncia solamente el sacerdote principal
y, si parece bien, juntamente con los demás concelebrantes, pero no los
fieles”. (OGMR, 236). El pueblo
cristiano hace suya la plegaria eucarística, y completa la gran doxología
trinitaria diciendo: Amén.
Añadimos que la costumbre observada
en algunas comunidades de que el pueblo acompañe al sacerdote recitando la
doxología no es litúrgica, ya que entonces ¿quién responde con el Amen? Es el Amén más solemne de la misa, un amen
de ratificación de toda la plegaria.
En la reforma litúrgica de 1969 se apostó por un
gesto de tradición oriental: elevar las especies, cada una con una mano y sin
ostensión de la hostia, que permanece en su patena. En la misa con diácono es
éste quien eleva el cáliz.
También hay otras dos elevaciones menores que el sacerdote
lleva a cabo durante la misa. La primera cuando toma entre sus manos la hostia y
el cáliz antes de consagrarlos: es un gesto imitativo de aquel hecho por
Cristo que debió ser más acentuado en la
Edad Media que hoy en día.
La segunda, que de hecho es más bien una ostensión
(muestra) tiene lugar cuando, mirando al pueblo antes de distribuir la comunión
y de comulgar el sacerdote, se muestra la hostia alzada sobre la patena o sobre
el cáliz diciendo: «Este es el Cordero de Dios».
Se trata de una rúbrica introducida en el siglo XVI.
La genuflexión, que se hace doblando la rodilla derecha hasta la
tierra, significa adoración. Por eso se reserva exclusivamente para el
Santísimo Sacramento, así como para la santa Cruz solamente desde la solemne
adoración en la acción litúrgica del Viernes Santo en la Pasión del Señor hasta
el inicio de la Vigilia Pascual.
En la misa,
el sacerdote que celebra hace tres genuflexiones: después de la elevación de la
hostia recién consagrada, después de la elevación del cáliz con el vino recién
consagrado y antes de
comulgar el sacerdote─ después del Cordero de Dios─. Es costumbre tocar las
campanillas mientras duran las dos elevaciones de la consagración.
Ahora bien, si el
sagrario con el Santísimo Sacramento está en el presbiterio, el sacerdote, el
diácono y los otros ministros hacen genuflexión cuando llegan al altar y cuando
se retiran de él, pero no durante la celebración de la misa. Los acólitos que llevan la cruz procesional o los cirios,
en vez de la genuflexión, hacen inclinación de cabeza.
[1] Una es la oración que, en
latín, dice Suscipe, sancte Pater, omnipotens
ætérne Deus, hanc immaculátam hóstiam... para la hostia y la Offerimus tibi
calicem para el cáliz.
[2] «Por Cristo, con Él y en
Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y
toda gloria por los siglos de los siglos».